Revolviendo de nuevo en la caja de mis recuerdos antiguos, encontré un billete de un dólar americano y llegaron a mi mente recuerdos y sensaciones que tenía casi olvidadas. Era el primer dólar que me dieron de propina cuando trabajé de botones en el Hotel Carlton.
Era el verano de 1968 y había pasado ya el primer año de internado en la Universidad Laboral de Córdoba (ULC). Había cumplido recién los catorce años y en aquella época eso significaba que ya podías empezar a trabajar.
Mis hermanos mayores habían empezado a trabajar con esa edad o incluso antes de cumplir los catorce y ese era el destino para los chicos de familias humildes. Gracias a la Beca para estudiar en la ULC, si conseguía mantenerla, podría escapar a ese destino.
Pero tres meses de vacaciones para un chico de catorce años eran muchas vacaciones y yo quería ayudar en casa. El novio de mi hermana Carmen, Luis trabajaba en hostelería y me dijo que si yo quería trabajar que fuera a hablar con un amigo que tenía en el Hotel Carlton, en el Paseo de las Delicias nº28 de Madrid.
Allí me presenté sólo, entré en la cafetería del Hotel Carlton, pregunté por el Sr. Pérez y este me recibió. Me miró de arriba abajo y debió darle pena mi fragilidad para trabajar de camarero. Me dijo que le acompañara y me llevó a la Conserjería del Hotel, habló con el Conserje y me ofreció como botones. Le dijeron que sí y me mandaron que al día siguiente me presentara para empezar a trabajar de botones.
El trabajo era estar a las órdenes del conserje que tocaba la campanilla cada vez que nos necesitaba. Lo que más me gustaba era acompañar a los clientes a la habitación, enseñarla y recibir las propinas que solían ser generosas, sobre todo de los clientes americanos. La jornada laboral era dura pues era de 15: 00 a 24:00 todos los días, librando un día entre semana.
Cómo ya era mayor (al menos para trabajar) además de fumar que ya lo hacíamos en la ULC, también recuerdo que empecé a acostumbrarme a la cerveza pues todas las tardes con el dinero de las propinas me podía permitir comerme un bocadillo de calamares y una cerveza en un bar cercano.
Pero todo no puede ser bueno y en el hotel había un mozo de equipajes que era el encargado de llevar las maletas a la habitación y que pretendía que los botones no llegáramos antes que él a la habitación para compartir la propina. A mí los botones veteranos me dijeron que si llegaba antes que él recibía más propina y así lo hacía.
Así que cada vez que me cruzaba con él después de cada entrada de clientes me gritaba, me decía de todo y que me iba a dar de hostias como no le esperara. Era de estatura media, fuerte y cuarentón (a mí me parecía viejo). Siempre estaba de mal genio, hablaba a voces y los botones le llamábamos Paco el Gruñón.
Un día me mandaron a Lencería que estaba en la quinta planta a recoger unas ropas de unos clientes para llevarlas a su habitación. Al pasar al lado del montacargas que se usaba para subir las maletas oí cómo Paco el Gruñón estaba cargando maletas en el montacargas en la planta baja. Sus gritos y maneras de hablar eran inconfundibles. Esperé que el montacargas empezara a subir y en ese momento levanté una pestaña y abrí ligeramente la puerta del montacargas que se paró al instante. Mientas me alejaba para cumplir mi cometido oía con satisfacción los gritos que pegaba Paco el Gruñón.
Pero había sido demasiado ingenuo pensando que no me descubrirían y cuando me lo encontré, una vez liberado, me coge del brazo, me dice que he sido yo el que he dejado la puerta abierta porque en Lencería le habían dicho que yo había sido la última persona que pasó por allí.
Así que me lleva ante el conserje y le dice lo que yo le había hecho. El conserje me mira muy serio, me pregunta si lo he hecho y yo le contesto con firmeza que yo no he sido. El conserje se queda mirándome unos segundos y luego le dice a Paco el Gruñón: Habrá sido otro. Y Paco se marchó con el rabo entre las patas.
El conserje me creyó porque yo tenía buena fama ya que no me escaqueaba en el trabajo, había recibido felicitaciones de los clientes que me cogían del brazo y me llevaban al conserje para decir que era muy educado y atento. Seguramente pensó que un niño tan buenecito no iba a ser capaz de hacerle eso a Paco el Gruñón. O a lo mejor pensó que se lo merecía y en su interior también se alegró. Eso no lo puedo saber.
Lo que sí sé es que desde entonces cada vez que me cruzaba con Paco el Gruñón me miraba con desdén pero jamás volvió a chillarme ni a amenazarme.
Así que esta experiencia me sirvió para reforzar dos de mis ideas que he intentado poner en práctica a lo largo de mi vida.
La primera es un refrán: Cría buena fama y échate a dormir.
La segunda que el respeto de los demás te lo tienes que ganar tú.
Vaya, vaya. Nunca hay que fijarse de los buenos chicos.
Sobre todo si los quieres putear. Un abrazo hermano.
Lindas experiencias, nunca mejor na
rrado. Eres lo máximo.
Gracias Violeta. Me alegro que te haya gustado