Hace unos días visité el Museo de San Isidro en Madrid. Es una visita interesante que recomiendo, pues se aprende mucho sobre los orígenes de Madrid. Está ubicado en la que, según la tradición, fue la casa donde San Isidro vivió y murió y la apertura del Museo ha permitido recuperar la costumbre de la visita al Pozo del Milagro (situado junto al patio), donde según cuenta la tradición, San Isidro salvó a su hijo de morir ahogado al hacer subir las aguas hasta el brocal.
Contemplando el pozo me vinieron a la memoria los recuerdos de la casa donde vivíamos cuando llegamos a Madrid en 1960. También tenía un patio, aunque sin vallar durante los primeros años, y había un pozo profundo con agua que aunque no era potable, usábamos para fregar, limpiar, regar etc.
También me vino a la memoria el día en que al ir a sacar agua del pozo escuchamos unos aullidos lastimeros procedentes del interior del mismo. Recuerdo que era domingo por la mañana porque se encontraban en casa mi padre y mi hermano Manolo.
Avisados mis padres descubrimos que era un gato, nuestro gato, el que maullaba desde el fondo del pozo. ¿Cómo se habrá caído? Nos preguntábamos todos, ¿Y ahora qué hacemos?
Poco a poco se fueron acercando vecinos y comentaban que “el gato no se podía haber caído sólo, porque la tapa estaba cerrada y que habría sido alguien con mala leche.” Otra vecina dijo que había oído al vecino de la casa de arriba renegar sobre el gato y que creía que había sido el autor de semejante maldad. Era un viejo gruñón y todos pensamos que había sido él.
En aquellos momentos nos hubiera venido bien un milagro pero no nos dio por rezar, San Isidro no estaba cerca y era poco probable conseguir que el agua subiera hasta el brocal para que pudiéramos coger el gato con facilidad.
“Hay que sacarlo porque si se ahoga se corrompe el agua y ya no vamos a poder usarla”, decía mi padre.
Tras varios intentos infructuosos para que el gato se metiera en el cubo que le acercábamos soltando la cuerda, mi hermano Manolo dijo que la mejor solución era meter a un niño, que pesa menos, bien atado para que saque el gato. Pensaron en mi hermano Pepe que era el más pequeño pero mi madre se negó porque era demasiado pequeño. Entonces todas las miradas se dirigieron a mí preguntándome si me atrevía a meterme en el pozo. Yo tendría 8 ó 9 años y tras unos instantes de duda dije que sí. Recuerdo cómo se aceleró mi corazón, pero no podía negarme.
Me quedé descalzo y en bañador, ataron una cuerda gruesa a mi cuerpo y poco a poco me fueron bajando hasta el fondo del pozo. Yo confiaba en mi padre y en mi hermano Manolo que eran los que sujetaban la cuerda, ayudados también por otros vecinos. Estaba muy oscuro y sólo cuando ya estaba cerca del agua vi al gato que se había resguardado en una hendidura de la pared, ligeramente por encima del nivel del agua. Lo tomé, lo apoyé sobre mi hombro y grité para que nos subieran a los dos. Cuando vi la luz, salí del pozo y escuché los aplausos de los congregados, sonreí satisfecho y APRENDI que vencer el miedo tiene su recompensa. Ni siquiera reparé en los arañazos que el gato había hecho sobre mi hombro desnudo.
Cuando el otro día vi en televisión que los bomberos habían rescatado a un perro que había caído a un pozo y me fijé en la cantidad de personas que participaron, su uniforme, el casco, la grúa y las herramientas que emplearon para el rescate, pensé que nosotros hicimos lo mismo con muchos menos medios.
Y a eso me refiero cuando digo que por una vez, YO TAMBIEN FUI BOMBERO.