Mi madre solía decir que qué suerte había tenido con todos sus hijos, que ninguno le había salido descarriado. Tenía la costumbre de hablar bien de cada uno de ellos, pero si estaban ausentes. Si hablaba conmigo me decía, lo hábil que era su Manolo, lo buena que era su Mari, lo dispuesta que era su Carmen que entiende “de tó”, lo cariñoso que era su Pepe, que decía que no se iba a casar nunca porque siempre estaría con ella y lo trabajador que era su Carlos. También me consta que decía cosas buenas de mí a mis hermanos.
No sé si lo hacía conscientemente para que nos sirviera de estímulo pero lo que sí sé es que a veces esos comentarios me producían celos y llegaba a pensar que era menos valorado que aquel o aquella a quien elogiaba.
A veces le hacíamos la pregunta ¿A qué hijo quieres más ?, y ella siempre respondía que a todos por igual y mostrando su mano abierta decía: “ a ver qué dedo voy a querer que me corten”.
Y ante ese argumento todos callábamos dándolo por bueno, aunque en el fondo pensáramos que quería más a los otros.
Pero hoy quiero hablar de mi hermana Mari porque haber crecido en el seno de una familia numerosa imprime carácter. Si además es la hermana mayor y ha nacido en la década de los 40, en lo que se conoce cómo los años del hambre, relatar su infancia y juventud daría para escribir un libro.
A mi hermana Mari le tocó vivir esa época y desde muy niña se tuvo que hacer cargo de los hermanos más pequeños y ayudar en las tareas del hogar que en aquellos años carecía de las comodidades de hoy.
A eso hay que añadir que ya padecía una insuficiencia visual que no se trató de forma adecuada y que durante su estancia en la escuela le faltó la comprensión de las monjas, que la expulsaron porque pretendían que leyera sin acercarse el libro a los ojos, cuando para una persona miope sin gafas eso es pedir un imposible. Es fácil imaginar el daño que esa humillación provocó y lo difícil que puede ser para una niña sobreponerse emocionalmente a ese rechazo.
No es extraño por tanto que cuando hurga en sus recuerdos de infancia y juventud afloren las malas experiencias.
Quizá eso la hizo callada, obediente, y siempre buscando la aprobación de los padres y superiores para evitar cualquier regañina y demostrar que podía ser útil.
Pero detrás de esa apariencia mansa, cuasi sumisa se escondía una personalidad independiente y resolutiva. Y si alguien llegó a pensar que se iba a convertir en una mujer resignada o dependiente y que aceptaría sin rechistar lo que el futuro le deparaba estaba equivocado.
Cuando oyó decir a su padre ¿qué vamos a hacer con esta niña, sin ver? ¿Cómo va a trabajar? Ella demostró que podía trabajar y ser de las buenas.
Cuando veía que sus hermanos se casaban y se compraban un piso ella, aunque todavía no tenía pareja, se compró un piso.
Apenas sin saber leer y escribir se sacó el carnet de conducir haciendo verdad el refrán que dice que “hace más el que quiere que el que puede”.
Se casó, cumplió su deseo de tener un hijo y a pesar de que la miopía no ha cesado en su avance vive la vida con ilusión y entusiasmo.
Cuidó de los padres hasta sus últimos días y se siente orgullosa de haber cumplido el deseo de su madre de no llevarla a una residencia, que tanto temor le producía.
Cuando se marchó la mama asumió su rol y actúa de nexo entre hermanos y sobrinos compartiendo información que nos hace sentir más próximos.
Eso sí, ya no es la niña callada que no habla por no pecar. Ahora lo casca todo y cuando te coge por banda no para de hablar, quizás para recuperar el tiempo perdido.
Pero inspira confianza, es generosa, actúa de buena fe, en resumen una buena persona y que como Chayanne quiere seguir disfrutando de las cosas buenas que tiene la vida.
Por eso yo digo lo mismo que mi madre: “QUE BUENA ES MI MARI ”.