MONTAR A CABALLO

En mi niñez y adolescencia era un lector empedernido de lo que entonces se llamaban tebeos (comics).  Como no disponía de dinero para comprarlos los pedía prestados y también recuerdo haber ganado muchos jugando a las cartas, a las bolas (canicas) y a cualquier juego de los que había en esa época. Una vez los leía se cambiaban en los quioscos o tiendas que hacían cambios de novelas por unas pocas pesetas.

Recuerdo con emoción un verano en mi pueblo, Antequera, donde descubrí un tesoro de tebeos en el cajón de una cómoda. Eran de mi primo Pepín y había cientos. Pasaba horas y horas devorando aquellos tebeos llenos de aventuras.

El Jabato, el Capitán Trueno, Roberto Alcázar y Pedrín,  Mortadelo,  Zipi Zape son algunos de los títulos que recuerdo de aquella época. Y el T.B.O que daba nombre a todos.

Pero sin duda los que más me gustaban eran los de Hazañas Bélicas y las novelas del  Oeste.

Mi afición no era bien vista por mis padres y educadores y lo mismo que se dice hoy a los menores de que no es bueno dedicar tanto tiempo a los videojuegos o al móvil también me decían que no era bueno leer tantos tebeos, con advertencias tales como que me podía pasar como a Don Quijote que se volvió loco por leer tantas novelas de caballería. Yo hacía caso omiso de esas advertencias y me servían de fuente de inspiración para fantasear con historias en las que yo era el héroe y protagonista de las mismas.

A menudo esas fantasías las compartía con mi hermano Pepe en un juego que bauticé con el nombre de “Jugar a los chicos”. Consistía en buscar un sitio tranquilo, sentarnos en el suelo y yo contaba historias parecidas a las que leía en los tebeos en las que nosotros éramos los protagonistas.  Mi hermano me escuchaba muy atento y me ayudaba a seguir el guión que yo me inventaba sobre la marcha. A menudo las historias eran tomadas de las novelas del oeste y recuerdo que en ellas yo me llamaba Richard y tenía una novia que se llamaba Raquel. Y sobre todo éramos grandes jinetes  que montábamos  a caballo con una destreza sin igual. ¡Cómo me gustaba galopar a caballo en mis sueños!

La realidad es que me hice adulto, las fantasías quedaron atrás y nunca tuve oportunidad de montar a caballo y como otros deseos se quedó en el sueño de los justos.

Con 45 años se me presentó una oportunidad de montar a caballo y quiero contarles la experiencia.

Estaba ya trabajando en la tienda de prensa y ya formaba parte del mundo asociativo. Eran años de mucha actividad de las Asociaciones de Vendedores de Prensa de toda España y con bastante frecuencia se hacían Asambleas y reuniones que muchas veces coincidían con las Cenas de Hermandad que hacían las Asociaciones.

Fue en Santander donde se celebró la Cena de Hermandad de la Asociación de Vendedores de Prensa de Cantabria a la que acudí en representación de FEMCAPRENS, acompañado del letrado que nos asesoraba en aquella época y de Gregorio Ruiz de la Sierra, Gerente de una empresa que por aquel entonces comercializaba un programa informático para el quiosco, llamado ANDI.

Al finalizar la Asamblea celebrada por la mañana y como quedaban varias horas hasta la Cena de Hermandad la letrada de la Asociación de Cantabria nos dijo que tenía varios caballos y que nos invitaba a los tres a dar un paseo por el monte. Tanto al abogado, como a Gregorio les pareció una idea magnífica y aunque puse reparos diciendo que no había montado nunca a caballo me convencieron porque ellos me iban a enseñar,  era muy fácil y además íbamos a ir despacio. 

Acepté porque no me apetecía la idea de quedarme sólo en el hotel y porque iba a vivir otra experiencia en mi vida. Así que fuimos los cuatro en un coche a la casa de la letrada donde tenía los caballos. Tras unas breves explicaciones sobre lo que debía saber sobre las riendas nos montamos y comenzamos el paseo.

Me colocaron en tercer lugar y a los pocos metros de salir, mi caballo aligera el paso, se pone el primero y alcanza un carro que iba delante de nosotros lleno de hierba y se pone a comer tranquilamente sin detenerse. Los otros jinetes me daban voces para que hiciera parar el caballo pero a mí me daba pena tirar hacia atrás de las riendas porque me habían dicho que eso les hace mucho daño. Se adelantó la dueña de los caballos y consiguió pararlo y cambiamos de dirección para evitar de nuevo al carro. 

Continuamos el paseo ya por un camino de tierra y a los lados había prados donde las vacas pastaban y para que no escapen pues hay vallas con hilo eléctrico. En eso que se para el primer caballo porque su jinete quería explicarnos algo, el segundo también se para y yo no sé lo que hago pero mi caballo se arrima a la valla, recibe una descarga eléctrica, pega un respingo y si él se asustó más me asusté yo. Afortunadamente se quedó sólo en el susto.

Seguimos con el paseo y nos encontramos un pequeño arroyo que había que pasar. Los demás pasaron sin problema pero el mío se negaba, decía que no pasaba, que él no se mojaba los pies. Yo creo que se había dado cuenta que él mandaba más que yo. Al final tirando de las riendas consiguieron que lo cruzara.

Este caballo tampoco quiere saltar el obstáculo. Debe ser pariente del que yo llevaba.

Mientras fueran cosas así no íbamos mal, pensaba yo para mis adentros sin saber que lo gordo faltaba por venir. La verdad que los paisajes eran espectaculares entre montes verdes al lado del mar azul pero mi mente estaba más preocupada por otras cosas que me impedían disfrutar del paseo. No era capaz de sincronizar  los movimientos del caballo con mi culo y lo hacía al revés; cuando el lomo del caballo subía mi culo bajaba y el choque entre ambos era de doler. De vez en cuando conseguía ajustar el ritmo pero enseguida perdía el paso. Parecía un recluta torpe de esos que en la mili no saben coger el paso.

 Iba yo pensando en esto cuando veo que subimos una pequeña colina y de repente nos encontramos una bajada bastante pronunciada. Miro a ver si hay otro camino alternativo y compruebo con desazón que no. Pues habrá que bajar la cuesta. Baja el primero, baja el segundo y le indico a mi caballo que baje despacio. No me debió de entender y bajó corriendo de tal suerte que yo me asusté, tiré de las riendas hacia mí y cuando llegamos abajo el caballo  paró en seco.

Salí volando por encima de su cabeza y caí dando una voltereta. Afortunadamente caí de espaldas sobre un lecho de hierba abundante, me incorporé, me ajusté las gafas (no se me habían caído) y dije: “No ha pasado nada”. En ese momento la risa de mis compañeros resonó en el tenso silencio que mi caída había provocado.

Me preguntaron si me atrevía a montar de nuevo, ya que estábamos cerca del final del paseo. Después de unos momentos de duda, decidí que era mejor ir montado, por si acaso los otros caballos me daban una coz si iba a pie. Así que volví a subir al caballo y terminamos el paseo sin más contratiempos.

Bueno sí. Hubo un contratiempo menor. Cuando llegué al hotel y fui a ducharme descubrí que los calzoncillos se habían “hecho mistos” por el lado del culo.

Pasé unos días con molestias por las agujetas y el dolor en el coxis. Y por supuesto me dije que había sido la primera y la última vez que montaba a caballo.

Cuando lo recuerdo pienso que tuve mucha suerte pues una mala caída me podría haber desgraciado la vida. Y me acuerdo de las veces que mi padre estuvo en serio peligro por su vida, tal como cuenta mi hermano Pepe en CARTA A MI PADRE.

En esta ocasión y salvando las distancias  yo tuve la suerte de cara como mi padre.